No hay diferencia entre judío y griego

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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En la carta a los Romanos Pablo desarrolla la idea de que los auténticos judíos son los que aceptan a Jesús como Mesías, independientemente de su origen genético y étnico o de sus prácticas religiosas previas. Para sustentar esta idea tan provocativa no apela a una revelación especial, sino al testimonio del Antiguo Testamento. En las escrituras hebreas ya Dios había anticipado que dejaría de considerar pueblo suyo a Israel si este se volvía infiel, y que llamaría hijos suyos a quienes antes no lo eran (Romanos 9: 25, 26, donde cita al profeta Oseas).

Al igual que hacía Jesús, Pablo impacta a sus lectores mediante paradojas chocantes: los que buscaban la justicia en sí mismos y en sus tradiciones, no la alcanzan, mientras que los que ni siquiera habían oído hablar de la salvación de Dios, son declarados justos gracias a que aceptan a Jesucristo (Romanos 9: 30-10: 3; 10: 19-21; 11: 7-8; 15: 9-13, 16).

Ahora bien, el que el Israel étnico no sea el pueblo de Dios y el que los cristianos de origen pagano hayan sido admitidos como hijos de Dios no debe llevar a los gentiles al más mínimo orgullo. El no judío no debe pensar con jactancia que el Señor desgajó de su árbol las ramas judías con el fin de injertar las ramas gentiles. Dios tiene bondad «para contigo, si permaneces en esa bondad, pues de otra manera tú también serás eliminado», dice Pablo al gentil (11: 17-22).

El mensaje es el mismo para judíos y no judíos: cualquier aspecto que nos lleve a creernos superiores o mejores que otros es nuestra perdición. Dios nos considera a todos iguales: ya «no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que lo invocan» (10: 12).

[Imagen: Iglesia leyendo una carta de Pablo.]

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Los auténticos judíos

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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Enrique Simonet, ‘Flevit super illam’ (1892).
Jesús llora por Jerusalén

Pablo desmonta uno de los mitos sobre los que se construyó el sentimiento de superioridad de los judíos: la filiación genética y espiritual con Abrahán. Ya Juan el Bautista resultó provocador cuando dijo a los fariseos y saduceos: «No penséis decir dentro de vosotros mismos: “A Abraham tenemos por padre”, porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras» (Juan 3: 9). Y Jesús había soliviantado a algunos judíos negándoles su condición de hijos de Abrahán: «Si fuerais hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais. Pero ahora intentáis matarme a mí, que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios. No hizo esto Abraham. […] Vosotros sois de vuestro padre el diablo» (Juan 8: 39, 40, 44).

Años después Pablo explica a los judeocristianos que Abrahán practicó la circuncisión (señal del pacto con Dios) después de ser declarado justo por el Señor, por lo tanto ni siquiera este signo externo hace que los judíos sean preferentemente hijos de Abrahán. Este es padre de «los que no solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado» (Romanos 4: 9-12; también Gálatas 3: 7).

Es más: ni siquiera el término “judío” o “israelita” pertenece ya a un grupo étnico, sino que se extiende a todos los que aceptan a Jesús como Mesías: «No es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu y no según la letra» (2: 28-29). «No todos los que descienden de Israel son israelitas, ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos suyos […] sino que son contados como descendencia los hijos según la promesa» (9: 6-8).

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No creerse superior

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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Maurycy Gottlieb, ‘Jesús predicando en Cafarnaúm’ (1878-1879)

Todo el desarrollo teológico que despliega Pablo en la epístola a los Romanos es en gran medida una respuesta a un problema que existía en la iglesia de Roma: había cristianos que por ser de origen judío se consideraban superiores a los de origen gentil (es decir, pagano o no judío).

«Tú te llamas judío, te apoyas en la Ley y te glorías en Dios; conoces su voluntad e, instruido por la Ley, apruebas lo mejor; estás convencido de que eres guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los ignorantes, maestro de niños y que tienes en la Ley la forma del conocimiento y de la verdad» (Romanos 2: 17-20). Pablo deja claro que ser judío nunca debería ser un motivo de orgullo. Tras la muerte de Cristo y la abolición de la circuncisión todavía menos, porque «no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu y no según la letra. La alabanza del tal no viene de los hombres, sino de Dios» (vv. 28-29).

Ante Dios, nuestra condición de pecadores nos iguala a todos, los de origen judío y los de origen gentil: «¿Somos nosotros mejores que ellos? ¡De ninguna manera!, pues hemos demostrado que todos, tanto judíos como gentiles, están bajo el pecado. […] ¿Es Dios solamente Dios de los judíos? ¿No es también Dios de los gentiles?» (Romanos 3: 9, 29).

Estas palabras debieron de resultar insoportables a muchos cristianos de origen judío, instruidos por sus mayores en la convicción de que nacer judío supone un privilegio en todos los órdenes, especialmente en el espiritual.

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El orgullo queda eliminado

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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¿Hay algo más positivo que cumplir la ley divina? ¿Hay origen más noble que proceder del pueblo elegido de Dios? Pues, según Pablo, sentir orgullo por estos motivos es un camino de ruina. En la carta a los Romanos analiza el valor de las obras de la ley y los privilegios de ser judío y concluye: «¿Dónde, pues, queda el orgullo del hombre ante Dios? ¡Queda eliminado! ¿Por qué razón? No por haber cumplido la ley, sino por haber creído. Así llegamos a esta conclusión: que Dios hace justo al hombre por la fe, independientemente del cumplimiento de la ley. ¿Acaso Dios es solamente Dios de los judíos? ¿No lo es también de todas las naciones? ¡Claro está que lo es también de todas las naciones, pues no hay más que un Dios: el Dios que hace justos a los que tienen fe, sin tomar en cuenta si están o no están circuncidados!» (Romanos 3: 27-30).

La jactancia, el orgullo, incluso por los motivos más positivos, quedan excluidos. Cuando tienes algo bueno y te sientes orgulloso de ello, deja de ser bueno y se convierte en una trampa para ti. «El que confía en su propio corazón es un necio» (Proverbios 28: 26).

Cuanto mejor es algo que tenemos, más integrado está en nuestro ser y más desapercibido nos pasa. Cuanto menos auténtico es lo que tenemos, más orgullosos nos sentimos de ello. Un dicho popular reza: «Dime de qué te jactas y te diré de qué careces.»

Jesús coloca al orgullo entre todas las maldades que salen del corazón «y contaminan al hombre» (Marcos 7: 21-22). Es lo contrario al amor. Por eso el orgullo condena y el amor salva. «El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso» (1 Corintios 13: 4, NVI).

[Imagen: Frederick A. Sandys, ‘La orgullosa Maisie’ (1868).]

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Los que se creen muy importantes

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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Isaac Asknaziy (1856-1902), 'Vanidad de vanidades, todo es vanidad'El libro de Proverbios contiene muchas advertencias contra el orgullo, la soberbia, la jactancia, la autoalabanza y la adulación. «Hay quienes se creen muy importantes, y a todos miran con desdén», dice Proverbios 30: 13 en una versión moderna (NVI). Me gusta la traducción de la Reina-Valera de 1960 porque conserva imágenes muy gráficas propias del hebreo bíblico: «Hay generación cuyos ojos son altivos y cuyos párpados están levantados en alto». Los ojos altivos se incluyen entre las siete cosas que más aborrece Dios (6: 16-19) y dirigen al hombre a la perdición: «Antes del quebranto está la soberbia y antes de la caída, la altivez de espíritu» (16: 18).

A todos nos gusta recibir reconocimiento por lo que somos y lo que hacemos. Es necesario para la autoestima. Pero qué fácil es traspasar mentalmente la delgada línea que separa el reconocimiento del orgullo. Y también la que separa las palabras amables de la adulación tramposa: «En el crisol se prueba la plata, en el horno el oro, y al hombre la boca del que le alaba» (27: 21). «El hombre que lisonjea a su prójimo le tiende una red delante de sus pasos» (29: 5). Peor todavía si eres tú quien te alabas a ti mismo (27: 2).

Hay orgullo por lo que uno hace y es, pero también por lo que hará y será: «No te jactes del día de mañana porque no sabes lo que el día dará de sí» (27: 1).

«Dios eligió a los que, desde el punto de vista humano, son débiles, despreciables y de poca importancia, para que los que se creen muy importantes se den cuenta de que en realidad no lo son. Así, Dios ha demostrado que, en realidad, esa gente no vale nada. Por eso, ante Dios, nadie tiene de qué sentirse orgulloso» (1 Corintios 1: 27-29, TLA).

[Imagen: Isaac Asknaziy (1856-1902), ‘Vanidad de vanidades, todo es vanidad’].

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