Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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Ya hemos visto que nuestro origen biológico es casi irrelevante en cuanto a lo que somos. Las ideas de “pureza racial” o genética nos retrotraen a los episodios más siniestros de la historia. El simple sentido común nos dice que, excepto en comunidades fuertemente endogámicas (cada vez más escasas hoy) nuestros genes son el resultado de una mezcla de orígenes de lo más diverso.
Dar demasiada importancia a ese asunto puede llevar al prejuicio, la discriminación, la ofensa… o, en sentido contrario, al orgullo “genético”, igualmente absurdo y peligroso desde el punto de vista moral.
Aunque al ser humano inconscientemente le llaman la atención aquellos aspectos diferentes a lo que está acostumbrado a ver, en la mayoría de los casos es el entorno familiar o cultural el que nos enseña a discriminar.
Cuentan que un pastor estadounidense se mudó al barrio del Bronx de Nueva York, en el que predomina claramente la población afroamericana. Uno de los libros escolares de su hija hacía énfasis en la no discriminación racial. Un día el matrimonio preguntó a la pequeña cuántos niños blancos había en su clase. Ella respondió que no lo sabía, pero que se fijaría. Al día siguiente los padres le volvieron a preguntar y ella les respondió: “¡Ah! Soy la única alumna de piel blanca de mi clase”.
En su discurso en Atenas, Pablo dijo que Dios «de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra» (Hechos 17: 26). Hay aspectos que externamente nos diferencian a unos de otros pero, tal y como han demostrado la biología y la genética, son diferencias anecdóticas que de ningún modo determinan lo que somos, mientras que la condición humana que compartimos en un cien por cien nos hace a todos hermanos y miembros de una sola familia, la humana.
[Ilustración de R. W. Alley.]