Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
https://jonasberea.wordpress.com/
El mundo conspira para hacer que nos creamos dioses. La religión más popular es el culto al yo. «El hombre caído, prisionero de su propio pequeño ego, tiene una confianza casi ilimitada en el poder de su propia voluntad, y un casi insaciable apetito por la alabanza de su propia gloria» (John Stott, The Message of Ephesians, Leicester: IVP, 1979, pág. 50). «Los males de la estima propia y de la independencia no santificada, que malogran más nuestra utilidad, y que serán nuestra ruina si no los vencemos, provienen del egoísmo» (Ellen G. White, Consejos para los maestros, págs. 89-90).
La raíz de todos los pecados es el orgullo. «Con el término “pecado” la Biblia se refiere al egocentrismo. El orden establecido por Dios es que primero lo amemos a él, después a nuestro prójimo y finalmente a nosotros mismos. El pecado es precisamente la inversión de ese orden» (John Stott, Your Confirmation, Londres: Hodder and Stoughton, 1991, p. 21).
Pero el mundo también conspira para hacer que nos creamos gusanos, que nos odiemos a nosotros mismos. Y esa tentación es igualmente satánica y autodestructiva. Además, no amarnos nos impide amar a los demás, y viceversa. Escribió Albert Camus: «El hombre tiene dos caras: no puede amar sin amarse». Jesús dijo «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 19: 19), pero a veces olvidamos que ello implica también amarse a uno mismo como se ama al prójimo.
«En lugar de mirarnos a nosotros mismos, contemplemos constantemente a Jesús, siendo cada día más semejantes a él, más y más capaces de hablar de él, mejor preparados para aprovecharnos de su bondad y su auxilio, y para recibir las bendiciones que nos ofrece. Al vivir así en comunión con él nos fortaleceremos con su fuerza, y seremos de ayuda y bendición para quienes nos rodean» (Ellen G. White, La maravillosa gracia de Dios, pág. 259).
[Imagen de Marco Melgrati.]