Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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Escribe Jürgen Moltmann: «El hombre se conquista a sí mismo en la medida en que se abandona. Encuentra la vida en la medida en que toma la muerte sobre sí. Llega a la libertad en la medida en que asume figura de esclavo» (Teología de la esperanza, Salamanca: Sígueme, 1969, págs. 118-119).
En una cultura como la nuestra, que cree estar basada en la libertad como valor supremo, decir que uno busca ser esclavo suena mal; en la cultura de la Biblia también, pues el Dios cristiano es liberador, es el Dios que saca a Israel de Egipto. Pero la fe bíblica es una fe de paradojas, y lo mismo que no hay vida si no morimos (Romanos 6: 11), no hay libertad si no nos sometemos.
Pablo lo explica muy bien en Romanos 6: 16-18: «¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerlo, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios que, aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina que os transmitieron; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia».
«Cuando erais esclavos del pecado, erais libres con respecto a la justicia» (v. 20). Éramos libres del bien, y por tanto perdidamente esclavos. «Pero ahora», añade Pablo, «habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios» (22).
Dada la condición humana, todos, lo queramos o no, somos esclavos (siervos). Si optamos por estar sometidos al pecado, seremos esclavos sin posible redención. Si optamos por someternos a Cristo descubriremos que encontramos libertad plena en él.
«Mientras más hacemos a un lado lo que ahora llamamos “nosotros mismos” y dejamos que Él nos ocupe y se haga cargo de la dirección, más verdaderamente nosotros mismos nos hacemos» (C. S. Lewis, Mero cristianismo, libro 4, cap. 11).
[Fotografía de Irina Skarmada.]