¿De quién soy?

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
https://jonasberea.wordpress.com/

John Akomfrah, Vertigo Sea (2016)Como venimos viendo, la persona madura no es de nadie más que de sí misma. Formamos parte de una familia, una sociedad, diversos colectivos, pero no les pertenecemos. Las relaciones humanas nos ayudan a comprender quiénes somos, pero no deben encajonarnos en una identidad impuesta y cerrada.

Ahora bien, la idea de un ser humano absolutamente autónomo es un mito. Desde que nacemos hasta que morimos somos seres relacionales, y esa condición define nuestra identidad. «Al profesor cuáquero Douglas Steere le gustaba decir que la antigua pregunta humana “¿Quién soy?” lleva inevitablemente a la pregunta igualmente importante “¿De quién soy?”, porque no hay identidad al margen de las relaciones» (Parker J. Palmer, Let Your Life Speak. Listening for the Voice of Vocation, New Jersey, Jossey-Bass, 2000, cap. 2).

El cristiano no queda abandonado con su propia identidad autoconstruida; él no pertenece a otras personas o colectivos, pero sí pertenece a Dios. La identidad que él nos otorga nunca es asfixiante, como pueden llegar a ser las identidades sociales. En Cristo, paradójicamente, cuanto más nos negamos a nosotros mismos, más libres somos.

Esto es importante explicarlo bien, porque si no la frase de Jesús «si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mateo 16: 24) causará rechazo, y con razón. No es cuestión de anular a la persona, sino de afirmarla, pero no sustentando la identidad propia en fundamentos inestables y quebradizos (el “yo interior”, el grupo, la sociedad), sino en Cristo, que no solo es todopoderoso, sino que ante todo es puro amor. Él “cae sobre nosotros” y “nos desmenuza” (Mateo 21: 44) en un acto simultáneo de destrucción de aquello que nos ata y limita, y construcción de una identidad libre.

[Imagen: John Akomfrah, ‘Vertigo Sea’ (2016)]

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