Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
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Si fuéramos auténticos cristianos, nuestras vidas reflejarían a Jesús de tal forma que los que no lo son verían en nosotros una encarnación del evangelio: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros» (Juan 13: 35).
Un cristianismo plenamente vivido generará atracción, pero también puede provocar rechazo: «El mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él», escribe Juan en su primera carta (3: 1). Jesús, aun siendo perfecto, también atrajo el odio por una parte del “mundo”. Nosotros además somos imperfectos hasta su regreso: «Somos hijos de Dios», pero «aún no se ha manifestado lo que hemos de ser». Ahora bien, «cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es» (v. 2).
La idea de que nuestra transformación procede de la contemplación también está en Pablo: «Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor» (2 Corintios 3: 18; ver también 1 Corintios 13: 12 y Colosenses 3: 4).
Ahora vivimos en la tensión de ser de Cristo y ser del mundo a la vez: «Tenemos la mente de Cristo» (1 Corintios 2: 16), pero todavía no ha tenido lugar la plena «manifestación de los hijos de Dios» (Romanos 8: 19).
Mientras en esta vida conocemos a Jesús, nos vamos purificando: «Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3: 3); pero el proceso será incompleto hasta que con ocasión de la segunda venida veamos a Jesús, no como en un espejo, sino «tal como él es» (v. 2), sin los condicionantes e imperfecciones de nuestra condición caída. Entonces ya, aun siendo criaturas, seremos semejantes a él.
[Imagen: J. Kirk Richards, ‘Hijo del hombre (azul)’, 2003].